EL Y LA MUJER
Como un cuadro del viejo Chagall
Rodríguez
Ahí viene. Se toca un ala y sonríe como si nada. Como si no supiera. Como si al mundo le tocara decirle. Como sí... Ayer vino sin él. El mundo no fue el mismo por un día. Pensé que lo habría dejado para siempre. Fui infeliz. Aunque al mismo tiempo fue una esperanza, una especie de aire por la rendija de la puerta que se cierra. De que levantara la vista esta vez. Pero pasó de largo, como si la sombre de él le bajara los ojos como de costumbre. Y la gente miró por primera vez su cabello, era rojo, seco, polvoso, su mirada era desconcertada y concertante, la gente ya no sale a la calle así, pero ella, sin él ... nunca.La paloma que se para siempre sobre esa estatua la miró y por primera vez se asustó a su paso, voló desesperada y tropezándose con sus propias alas, sin darse cuenta golpeó a un gorrión que pasaba, el gorrión cayó muerto a los pies de la estatua, un gato pasó...Aunque la mujer no se haya dado cuenta, él es ya una presencia íntima para todos. La mujer con él, él sobre la mujer. Y la plaza los ve pasar: los vendedores se inclinan ligeramente. Nadie la ve a los ojos... ella asiente, compra toronjas. A veces, en temporada, un par de mangos, inclina de nuevo la cabeza, se sienta en una banca, abre un libro de pintura y se queda quieta un par de horas. Nunca habla. Nunca nadie ha visto si su rostro cambia al hojear sus gastados libros. El, celoso, lo impide. Hay quienes comentan que lo odian. Otros opinan que ella es demasiado hermosa y que, de salir sin él, correría el peligro de que alguien le faltase al respeto. Las discusiones que siguen siempre terminan con el frutero presumiendo que, una vez, él le alcanzó a ver los ojos, gracias a un ingenioso espejo que colocó frente al montón de toronjas, pero ella se enojó, él le cubrió el rostro y no volvió al puesto de frutas en una semana, esa semana solo fue a la plaza a sentarse en la banca de metal, y leía.El resto de los vendedores de la plaza miraba desde entonces con odio al vendedor de frutas, se convirtió en un paria, nunca le perdonaron que privara al resto de ellos de los minutos que pasaba recorriendo el pasillo, minutos que eran casi un ritual, un receso en los gritos y los regateos... Verla pasar, decía uno, era como ver pasar a una virgen, era religioso, y siempre se persignaba a su paso... El resto sólo sabía que su vida nunca sería la misma desde el día que ella fue por primera vez a la plaza. Todos enmudecieron, y casi nadie la vio realmente a ella, a excepción del religioso, todos lo veían a él. Todos se preguntaban quién sería, y hubo alguno que intentó galantearla, él le cubrió los ojos y pasaron de largo.El vendedor de frutas le ofreció, al pasar, una rebanada de toronja, ella se detuvo, miró, por debajo de su ala protectora, la fruta chorreante ofrecida, estiró la mano y se la llevó a la boca, el vendedor había quedado inmóvil, con la mano extendida, mirando a la mujer, o más bien, mirando cómo él la protegía mientras ella sorbía sin hacer un solo ruido el trozo de fruta, luego, dejó caer el cadáver a la cesta de basura. Tomó un par de toronjas del montón, las puso en su bolsa y le dio al vendedor un billete. El vendedor, aún sin poder reaccionar, tomó el billete de forma automática y lo pasó a su ayudante, quien a su vez tomó unas monedas de la caja, sin verlas, las pasó al frutero y este a la mujer. Ella las guardó y continuó su lento camino. Durante 15 minutos la plaza entera expectante, la vio y la oyó caminar. Luego, se sentó en la que se convertiría en ‘su’ banca.El ayer no estuvo con ella, y todos nos preguntamos porqué. El problema, como es evidente, es que nadie ha logrado entablar conversación con ella, mucho menos trabar amistad. Y ayer fue un día triste. Y ella pasó, compró toronjas, los mangos aún están verdes, se sentó en su banca, leyó sus libros, se fue. Pero la plaza estuvo melancólica, estuvo lejana y entristecida. La alegría que todos esperamos sentir cuando al fin la viéramos sin él nunca llegó, parecíamos niños que no comprendían que habían crecido de pronto.Hoy ella volvió con él. Y la plaza ha recuperado algo de sí misma. Algo de rito y algo de sombra. Nada especial. Hoy ella acaba de pasar, y aunque él nos impide ver sus ojos, todos observamos consternados cómo se toca un ala y sonríe como si nada, cómo su rostro siempre impasible se contrae ligeramente, sus labios se curvan y se abren, sólo un poco, sus dientes asoman y pronuncia una palabra, la única, la esperada, la no deseada, como un hijo abortado... –gracias.Y pasa de largo hasta su banca, y se sienta mientras todos la contemplamos con los ojos arrasados de lágrimas de impotencia, y ella no voltea... ella pasa una y otra vez las páginas de su libro de pintura, con un movimiento lento, como una pequeña sinfonía, y nosotros seguimos observándola, menos uno, el vendedor de fruta, quien llora desconsolado murmurando que lo perdonemos, que fue su culpa, que algo más grande que él lo impulsó, que no pudo contenerse, que la siguió todo el día, que ella con él entró al cine, y él detrás. Que ella lo dejó sobre un mostrador y que él se lo llevó, pero que durante la noche la culpa no lo dejó dormir y al siguiente día lo llevó al cine, por si ella regresaba a buscarlo... y ella regresó en el momento en que él le explicaba al hombre del cine que se lo había encontrado... y el hombre del cine dijo que ya nadie usaba sombreros, y él enfureció... y estuvo a punto de golpearlo, pero ella lo detuvo... Y ahora el hombre que vende fruta volverá a ser un paria, así que le dice a su ayudante que le regala el puesto, toma una hoja de periódico y se fabrica un sombrero de papel, se lo pone sobre la cabeza y esconde la vista, se marcha sin hacer ruido... ella no voltea, mira un cuadro de Chagall.