Tiempo
Algunos días, la enfermera me rasura, y me pone enfrente un espejo pequeño, redondo, en el que me miro durante unos cinco segundos, antes de que se lo lleve. Quisiera pedirle que me lo regalara. Los espejos nos dicen tanto y tan poco a la vez. Cuando tenía veinticinco años me miraba todos los días en un espejo durante cinco minutos, sabía que ese rostro, las incipientes arrugas, se dirigían al lugar en que ahora me encuentro, sabía que eran señales de mí mismo a mí mismo, quería leerlas, pero nunca pude, a veces me echaba a llorar de impotencia. Pensaba que esas arrugas en mi cara eran un mapa, y que era posible leerlo, un mapa de mi alma, de lo más profundo en ella, un mapa que diría, al avezado lector que supiera leer en él, en qué lugar remotísimo de mis entrañas se escondía el lazo que me unía con mi madre; en qué lugar cavernoso se encontraba el lazon con mis hijos. Sabía, creía saber, que de alguna forma, si podía localizar en ese mapa esos dos puntos, podría, uniéndolos, encontrar un camino que me llevara a mí mismo. Y lloraba, sin darme cuenta que el mapa que yo creía ver no era más que un laberinto que se había ido surcando en mi piel debido a esas mismas lágrimas que ocasionaba su presencia imaginada.