Wednesday, March 29, 2006

Dones

Los regalos del diablo no se guardan. Lo decía mi abuelo antes de echar a la basura las botellas vacías de ron.
Miro ahora un bosque morado y no comprendo casi nada. Sólo que anochece y que a los árboles un poeta los llamó los asuetos de dios. Llega un momento en que uno comprende que en el mundo no hay nada más que ramas y bosques infinitos llenos de pájaros y camaleones y serpientes. Que el mundo está hecho de verdes y cafés de cieno, de clorofila podrida y gris.
El dolor me tomó por sorpresa, se niega a soltar las arterias de mi corazón y siento su abrazo de amante despechado a cada respiro. Miro la botella vacía frente a mí y pienso en mi abuelo. Las jacarandas explotaron esta mañana y sus flores muertas son como las lágrimas que no les he llorado a mis muertos amados. Ni siquiera a los que siguen vivos. Es posible olvidarse de llorar. Es posible condicionar al corazón a dejar de sentir. ¿Sabes que te amo? ¿Ha cruzado por tu mente la idea remotísima de que todas mis lagunas mentales están llenas de tí? Incluso ahora, incluso este instante en que miro una botella vacía de ron y apenas distingo las letras que arrastro sobre el papel. Aún ahora sigo pensándote.
Termina de anochecer y el lila de las flores se pierde, primero en un azul gris, y luego en el negro que será, seguro, otra excusa más para seguirte pensando. Los regalos del diablo no se guardan, amada mía. Soy una botella vacía.

Cometas

Tu boca dice que vienes, lúbrica de cirios,
antropófaga, carótida mole de diceres
cubierta de rojas pústulas y níveas orquídeas de pus
veo entre las rocas un susurro
una nota de ámbar que mira a través de tu ojo
un crick de crótalos embelesados
un rastrillo que te cruza la cara de golpe
te veo y no te creo
te ven mis ayeres, y mi hoy, y asienten con la cabeza pero con el corazón te maldicen:
ojalá pudiera yo maldecirte también
ojalá
y buscar tu labio roto y tus dedos abiertos en canal
vaciar saliva sobre tus entrañas;
saliva de colillas rotas y vueltas a pegar mil veces,
saliva de comerse mil limones,
de beberse el salitre del mar y sonreír.
Decir lo decible que uno nunca calla
castro tu silencio con pinzas.
Sangro desde los pezones hasta donde me vengo de tí,
hasta donde creo haber llegado y vuelto a nacer.
Ciernes un labio mío con espadas de chinos endiablados,
de árabes cimitarrescos y morenos camellos.
Te veo venir desde lejos y columbro que nunca llegarás.
Que no entrarás hasta aquí.
Que, como mucho, llagarás la dermis.
Que cuando sienta tu boca, será desde lejos, desde donde no te vuelva a ver.

Friday, March 17, 2006

Volviendo

Cinco flores de jacaranda en mi mano. Abro la palma y se las lleva el viento de la primavera. Mis ojos enrojecidos de polen miran con nuevas luces, los ojos azules de mi mejor amiga brillan y se contraen al golpe del sol. Miro los ojos de la gente que pasa frente a mí. Hay algo nuevo. El mundo es otro.

Saturday, March 04, 2006

La muerte de los niños

-Tengo que volver sobre los pasos de mis hijos muertos para poder morir en paz.
La voz sorprendió a la enfermera, que dejó caer la mesita de cama, y la gelatina se estrelló en el suelo con un ruido más bien desagradable, acuoso, que alcanzó a salpicar sus albos zapatos de piel de ternera.
Se volvió, sorprendida, al viejo de la cama nueve, y al verlo tan quieto, por un momento pensó que todo había sido una alucinación. Pero el viejo volvió a hablar.
- Tengo que ir a Praga, señorita, tengo que ver con mis propios ojos a la prostituta de la calle Nadrazni.
La piel del rostro de la enfermera se contrajo ligeramente alrededor de los ojos, pero sólo por un segundo. Sin mirar los ojos del viejo, ahora abiertos, hundidos en sus cuevas, expectantes, sacó del bolsillo derecho la hipodérmica de emergencia, hurgó entre las sábanas buscando el delgadísimo brazo y hundió la aguja lenta y mecánicamente en la maltrecha vena basílica.
El viejo la miró con odio por un segundo antes de quedarse dormido de nuevo, pensando en el sonido de la palabra child, kiltham, kilpei, y su origen gótico, vientre. útero. ¿Cómo podía decir que eran sus hijos, su retoño, su nada, si le estaba negado llevar vida dentro de sí? ¿Cómo podía sentirlos suyos?
El veneno que llevaba en sus gotas el propofol se detenía a veces, una fracción de segundo apenas, a morder las ancianas venas. El viejo, sin embargo, luchaba por mantener la expresión concentrada y ausente que deben tener los moribundos. La mirada azul grisácea de la enfermera se posaba ya en el cabello blanco y quebradizo, ya en la almohada que lo sostenía.
Blanco. Blanco azulado. Gris. Negro.
Los ojos cerrados del viejo no eran suficiente confirmación, así que la enfermera tomó el pulso, lo arropó como se hace con los niños recién nacidos, casi vegetales, y apagó la luz de la mesita antes de comenzar a limpiar el suelo y sus zapatos. Su concentrada expresión apenas se veía perturbada a ratos por un ligero cambio en la luz, en la posición de los aparatos que a cada cierto tiempo confirmaban que el cliente de la cama nueve seguía respirando.
El viejo soñaba, hundido en la artificial ensoñación diurna, con recorrer larguísimas calles, cuyas luces se prendían a su paso, sólo para apagarse inmediatamente después. Todo le era familiar, los postes de luz, los tejados de dos aguas, incluso los perros que lo miraban desde la penumbra del quicio de cada puerta. Pero el vecindario no lo reconocía. Era él el extranjero. Había gritos -largo, esto se llama praga, esto se llama siria, esto no tiene nombres, tú no tienes nombre, cadáver, a s c o, deletreado, así, como si fuera la última palabra del universo y se negara a desaparecer, la o alargada y estirada inmensa, un aguero negro, vértigo, lanzarse, caerse. El viejo despertó con la boca seca y un agudo dolor en el brazo. Pero la enfermera había desaparecido. ¿También la habría soñado? ¿Estaría soñando? ¿No estaba hace un minuto apenas en Praga, la soñada ciudad de madera? ¿Y no estaría, quizá, en Siria? Siria, el eufonismo de su nombre corto y femenino. Su hijo había muerto en Siria, eso dijeron. ¿Lo reconocería si lo viera? ¿Sería como él?
Estaba despierto. Nunca había llorado en sueños.
Esperaba poder mirar al menos una vez los ojos de sus hijos adultos. Recordaba nebulosamente la mirada bovina el día del nacimiento. La enfermera, una muy parecida a esta que ahora volvía con las medicinas de las cinco, le había mostrado momentáneamente un bulto rojizo -Fue niño. La mujer de blanco debió advertir su expresión desconcertada, porque volvió a entrar en la sala de la que acababa de salir sin decir una palabra.