Dies Irae
Las llamas buscan afanosas los quicios de las puertas. Hambrientas, con la nada persiguiendo sus espaldas monstruosas. Corren buscando el aire que alarga su vida. Sentado en las escaleras del edificio de enfrente, David bebe a sorbitos una cocacola, hace calor. El verano en Nueva York es húmedo. El sudor moja su espalda sin refrescarlo. A ratos puede oler la peste de sus axilas que se mezcla con el olor dulzón de la lata. Los bomberos se afanan, gritan nombres, parece, al azar. John. Mrs. McGallaghan. Aunque ya nadie se llama así en Nueva York. Deberían gritar Chong, Vázquez, Sumiko-san. David mira una ventana, ahora ennegrecida, desde la que Sybil, a su vez, lo miraba por las tardes. Se pregunta si habrá sobrevivido.
Es el décimo incendio del verano, y apenas está comenzando. En la calle 13 ayer se quemó una pizzería. La cocacola, cada vez más tibia, se siente espesa en su garganta. Los hombres de amarillo no logran controlar el fuego. David mira hacia arriba, preguntándose cuál será la forma correcta de enunciar la pregunta que le ha estado dando vueltas en la cabeza. Sybil se aparecía siempre a esta hora, aunque duda que hoy pudiera verla, aun si quisiera. En el suelo hay una página del Village, pero es de la semana pasada. Cuando los incendios todavía no eran noticia. Un levísimo ruido llama su atención: a sus espaldas, un gato se lame la mano derecha, y la pasa detrás de la cabeza, limpiándose la parte posterior de las orejas. Está sentado a su lado, sin mirarlo, atento a la misma ventana. David toma una piedra del suelo, pequeña, y la coloca frente al gato, quien la mira y bosteza, antes de hacerse ovillo.
La primera vez que vi a Sybil, ella caminaba frente a un edificio muy parecido a ese del que ahora sacan un colchón carbonizado. Vivía en un inmundo basurero. ¿Por qué hablo en pasado de ella? Hay ambulancias, aunque los paramédicos se ven más desconcertados que preocupados. Todos están muertos de cansancio. La gente se mira en las calles. Al menos algo bueno ha sucedido estos últimos días: la gente se mira a los ojos en la calle. Se preguntan si él, o ella, serán los causantes de la catástrofe que enfrenta la ciudad. Como una sinfonía maligna, las sirenas anuncian otras llamas, otras hogueras.
Todos los miedos parecen conducir al mismo: el fin que nadie conoce. Que levante la mano, pienso para mis adentros, el que no haya mirado fascinado una flama bailando frente a sus ojos; el que, mientras disfrutaba el calor de una chimenea, no arrojó un pedazo de papel, otro leño, sólo por el placer de verlo arder.
Despojado de todos mis miedos, menos de ese que por su naturaleza no perderé hasta enfrentar, mi cuerpo tiembla. Hace calor, pero espasmos de frío recorren mi espina dorsal. Me cuesta trabajo enfocar, quizá debido al humo que sale del edificio, a los múltiples gases tóxicos de los objetos carbonizados: todo se reduce, todo se vuelve ceniza y humo negro.
La ciudad arde. No necesita nuestra ayuda para inmolarse. Como un fénix, se deshace de su viejo ropaje corporal. No es inédito: las ciudades del mundo se renuevan. A la una de la mañana del domingo 2 de septiembre de 1666 comenzó el incendio que habría de modificar, de una vez y para siempre, el rostro de la ciudad favorita del reino de sus majestades Carlos II de Inglaterra y Catalina de Portugal. La perla de la corona, la majestuosa Londres, demoró tres días en arder. Lo cierto es que el incendio pudo haberse detenido de no haber sido por la testarudez de sir Thomas Bloodworth, quien se negó a derribar algunas casas sin el consentimiento de sus dueños. El incendio comenzó accidentalmente, según todos los reportes disponibles, en el horno de una panadería. También está Roma: Nerón admirando las llamas, Nerón abriendo las puertas de su palacio al pueblo.
¿Cuánto resistiremos nosotros, el melting pot del mundo? Hay quien aún se rehúsa a creerlo: seremos consumidos por las llamas si no salimos de esta isla arrogante. Perversa, diosa ávida de carne y sangre, nos hace creer en la inmortalidad: vengan a mí todos los cansados, vengan a morir en mi vientre. Como si tuviera voluntad, la ciudad-madrastra devora a sus criaturas.
También está la mentira del fuego que purifica: nadie sale nunca purificado del infierno. La belleza de sus colores radica no en el resultado, sino en el proceso por medio del cual descompone todos los objetos que lo tocan. Podría decir que el último sorbo de la cocacola sabe a eso mismo: fuego líquido. El gato ronronea. Enternecidos, los bomberos sacan con cuidado un bulto pequeño. El casi imperceptible movimiento de mi cuello, el cese del letargo en el que estaba hasta ahora, ponen en alerta al gato, cuyas orejas, erectas, se mueven, buscando el origen de mi inquietud. Sybil. Uno de los bomberos le acaricia la cabeza antes de ponerla en el suelo. Ella sisea, furiosa, y lanza una dentellada hacia el guante amarillo. Me mira un instante antes de dar la vuelta y caminar calle abajo. El otro gato la mira, extrañado, y con los dientes comienza una cuidadosa exploración de su propia barriga.
David se levanta de la escalera, toma su mochila, en la que lleva una pequeña lata de combustible, y sigue a distancia al gatito negro (en realidad es gata, pero ese es un detalle que a pocos importa ahora que la ciudad arde) que mira con intensidad cada edificio, cada comercio, antes de decidirse por uno, y colarse por una ventana rota.
Es el décimo incendio del verano, y apenas está comenzando. En la calle 13 ayer se quemó una pizzería. La cocacola, cada vez más tibia, se siente espesa en su garganta. Los hombres de amarillo no logran controlar el fuego. David mira hacia arriba, preguntándose cuál será la forma correcta de enunciar la pregunta que le ha estado dando vueltas en la cabeza. Sybil se aparecía siempre a esta hora, aunque duda que hoy pudiera verla, aun si quisiera. En el suelo hay una página del Village, pero es de la semana pasada. Cuando los incendios todavía no eran noticia. Un levísimo ruido llama su atención: a sus espaldas, un gato se lame la mano derecha, y la pasa detrás de la cabeza, limpiándose la parte posterior de las orejas. Está sentado a su lado, sin mirarlo, atento a la misma ventana. David toma una piedra del suelo, pequeña, y la coloca frente al gato, quien la mira y bosteza, antes de hacerse ovillo.
La primera vez que vi a Sybil, ella caminaba frente a un edificio muy parecido a ese del que ahora sacan un colchón carbonizado. Vivía en un inmundo basurero. ¿Por qué hablo en pasado de ella? Hay ambulancias, aunque los paramédicos se ven más desconcertados que preocupados. Todos están muertos de cansancio. La gente se mira en las calles. Al menos algo bueno ha sucedido estos últimos días: la gente se mira a los ojos en la calle. Se preguntan si él, o ella, serán los causantes de la catástrofe que enfrenta la ciudad. Como una sinfonía maligna, las sirenas anuncian otras llamas, otras hogueras.
Todos los miedos parecen conducir al mismo: el fin que nadie conoce. Que levante la mano, pienso para mis adentros, el que no haya mirado fascinado una flama bailando frente a sus ojos; el que, mientras disfrutaba el calor de una chimenea, no arrojó un pedazo de papel, otro leño, sólo por el placer de verlo arder.
Despojado de todos mis miedos, menos de ese que por su naturaleza no perderé hasta enfrentar, mi cuerpo tiembla. Hace calor, pero espasmos de frío recorren mi espina dorsal. Me cuesta trabajo enfocar, quizá debido al humo que sale del edificio, a los múltiples gases tóxicos de los objetos carbonizados: todo se reduce, todo se vuelve ceniza y humo negro.
La ciudad arde. No necesita nuestra ayuda para inmolarse. Como un fénix, se deshace de su viejo ropaje corporal. No es inédito: las ciudades del mundo se renuevan. A la una de la mañana del domingo 2 de septiembre de 1666 comenzó el incendio que habría de modificar, de una vez y para siempre, el rostro de la ciudad favorita del reino de sus majestades Carlos II de Inglaterra y Catalina de Portugal. La perla de la corona, la majestuosa Londres, demoró tres días en arder. Lo cierto es que el incendio pudo haberse detenido de no haber sido por la testarudez de sir Thomas Bloodworth, quien se negó a derribar algunas casas sin el consentimiento de sus dueños. El incendio comenzó accidentalmente, según todos los reportes disponibles, en el horno de una panadería. También está Roma: Nerón admirando las llamas, Nerón abriendo las puertas de su palacio al pueblo.
¿Cuánto resistiremos nosotros, el melting pot del mundo? Hay quien aún se rehúsa a creerlo: seremos consumidos por las llamas si no salimos de esta isla arrogante. Perversa, diosa ávida de carne y sangre, nos hace creer en la inmortalidad: vengan a mí todos los cansados, vengan a morir en mi vientre. Como si tuviera voluntad, la ciudad-madrastra devora a sus criaturas.
También está la mentira del fuego que purifica: nadie sale nunca purificado del infierno. La belleza de sus colores radica no en el resultado, sino en el proceso por medio del cual descompone todos los objetos que lo tocan. Podría decir que el último sorbo de la cocacola sabe a eso mismo: fuego líquido. El gato ronronea. Enternecidos, los bomberos sacan con cuidado un bulto pequeño. El casi imperceptible movimiento de mi cuello, el cese del letargo en el que estaba hasta ahora, ponen en alerta al gato, cuyas orejas, erectas, se mueven, buscando el origen de mi inquietud. Sybil. Uno de los bomberos le acaricia la cabeza antes de ponerla en el suelo. Ella sisea, furiosa, y lanza una dentellada hacia el guante amarillo. Me mira un instante antes de dar la vuelta y caminar calle abajo. El otro gato la mira, extrañado, y con los dientes comienza una cuidadosa exploración de su propia barriga.
David se levanta de la escalera, toma su mochila, en la que lleva una pequeña lata de combustible, y sigue a distancia al gatito negro (en realidad es gata, pero ese es un detalle que a pocos importa ahora que la ciudad arde) que mira con intensidad cada edificio, cada comercio, antes de decidirse por uno, y colarse por una ventana rota.