Uffa, texto de la era de las cavernas... pero va
La noche sube. Desde sus bajas piernas trenzadas con medias de nylon, se me sube hasta el sexo. Muerdo las sábanas y trato de acostumbrarme a la sensación. La noche no planea irse en un buen rato, diez horas, de menos, es lo que dicen los que saben. Meto un dedo en la ranura de alcancía entre mis piernas y lo llevo hasta mis labios, saboreo la noche. Ácida, sutilmente amarga y un poco agridulce; claro, sin tomar en cuenta mi propio sabor que, de tan conocido, puedo distinguirlo entre otros mil. Abro bien los ojos y doblo todo lo que da mi cuerpo a ver si le veo la cara, se esconde más adentro hasta arrancarme un orgasmo. Vuelvo a probar su sabor y ahora es un poco más caliente y lechoso.
Tras la gastronómica reflexión, intento una más plástica: los pasos. Uno, dos y hasta tres, siento la obscuridad resbalarse hasta la mitad de mis muslos; los aprieto quedito y siento una mordida. El dolor me abre completamente las piernas y los tentáculos nocturnos se prenden de ellas, se expanden y me envuelven. se descuelgan hasta mis tobillos en una rápida carrera que culmina dándose de bruces con los blancos empeines. Siento que empieza a trasminarse para alcanzar mis huesos. Hace rato que dejé de oponer resistencia a su dulce embestida y ahora trato de relajarme. Lo presiente y, como recompensa, me obsequia otro beso adentro, muy adentro. Otra vez su negrura se ilumina con un poco de leche. Se rie. Siento su risa en los músculos que se contraen y expanden con la cadencia de la canción de los grillos.
Me quedo dormida con la noche metida en el sexo y enredada en las piernas. Su antiguedad me remonta a un lugar, lejos, un lugar que se viste de gruñidos de bestias y un verde nocturno cegante. Me susurra que se llama selva. Tres pasos y oigo algo que se mueve. Atrás de mí, una presencia tibia husmea entre mis piernas. Seguramente lo despertó el olor de la noche. Gruñe. Me rodea y puedo adivinar un par de ojos. Vuelve a acercarse hasta que su extraño belfo me roza. Se relame. Despierto y me encuentro a la noche jugueteando con mi vientre. Se sorprende de verme despierta y cuando le cuento el sueño, se ríe hasta caerse de la cama, conmigo pegada a ella. Le pregunto si ella lo provocó y me observa con ojos inquietantes. Se cubre del frío entre los dedos de mis pies.
Finalmente, cuando creo que por fin se ha decidido a dejarme tranquila, la veo palidecer y retorcerse. Algo le duele, algo lastima. Trato de levantarla hasta mi pecho para calentarla y se me escurre entre los dedos. No puedo evitar que las lágrimas se agolpen en mis ojos y éstas terminan de ocultarme lo que ya sé. La noche se está muriendo.